viernes, marzo 10, 2006

20:30 hrs

El mar en las tardes tiene un sonido opaco, sordo. Más que el mar, es el golpeteo de las pequeñas olas de la marea baja contra las piedras que llenan la orilla y que se enfrentan a la concreta indiferencia de los pilares del muelle.

A esa hora, la luz comienza a irse y se agazapa escabulléndose entre cerros y nubes, mientras tanto, todo en el cielo gira en un torbellino que no se detiene por nada y ante nada. Generalmente sopla una brisa, suave, tranquila, con la levedad del escalofrio que entrega un susurro. Todo entonces está más quieto, el silencio se mete en los huesos, en el alma de todos, estirándose como las sombras, como la angustia, y el cielo se incendia una vez más, mientras las pupilas se adaptan a la oscuridad progresiva de la noche que te abraza.

Entonces, es posible ver fantasmas, oirlos, sentirlos. Son los espectros de momentos pasados que rondan entre los muelles, como mujeres desoladas, devastadas, que esperan vanamente el regreso de naves que no recalarán nunca más. Se meten en la piel, mientras los escalofríos que sientes no son más que intentos inconscientes de espantarlos, de enviarlos lejos de tí.

Entonces sólo hay una escapatoria, abrirse el pecho y arrancar todo de él, cada órgano, cada víscera, cada átomo de dolor y culpa. Vaciarlo en una carrera contra una parálisis progresiva, exorcizando fantasmas, recuerdos, errores y demonios. Sólo una vez que esté completamene vacío, limpio, la estaca de madera que se entierra en tu alma empieza a dejar de doler. Luego, con el correr del tiempo, comienzas a llenarlo de nuevo, en una tarea ardua, improbable, imposible a veces, necesaria siempre. Y mientras tu pecho se recobra lentamente, y tu espíritu sana con una lentitud que desespera, la más oscura hora comienza a irse, despunta el alba, y el día comienza para quien quiera verlo nuevamente.

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