sábado, marzo 24, 2007

Loncura

Foto: Francisca Ulloa

Entrar a Loncura es como entrar a México, o como se supone debe ser llegar a Tijuana, lugar donde nunca he estado, pero que asocio indefectiblemente a la palabra límite. Es que la luz, sin filtro alguno, cae perpendicular sobre la tierra, la que ante la mirada luce decolorada bajo esa lluvía que vela todo sin mojar, negando refugio alguno para el color o la sombra.

Un camino de tierra flanqueado por pinos, la llegada, algunos sitios baldíos, ropa tendida al sol, uno que otro perro de pelaje aglomerado o raza indefinible, y algunas casas pequeñas, de un piso, de colores claros, celestes o verde agua, intentando dar vida a un pueblo en silencio, orlado por cardenales mustios, visitado por gaviotas, por nosotros, y por esa nube de gotas que dejan las olas flotando en el aire tras el continuo vaivén que las lleva y las trae por siempre. La plaza, pequeña, en una siesta permanente, la playa, de arena fina, arrasada por el viento que se desliza por la bahía secando la boca, cegando el mirar.

En la orilla, los botes varados, la caleta, y una interminable playa formada por innumerables ondas de arena delineadas por un semicírculo de sombra.

Y el mar, eterno, permanente.

En ocasiones, entre las rocas del centro de la playa, ese conjunto que le da el nombre al lugar en una lengua viva semiolvidada, el mar se colaba intentando salir del lugar al cual fue asignado, se resistía a estar ahí, abofeteando el designio, advirtiendo que no estaba realmente condenado a permanecer en ese sitio.

En otras en cambio, cuando el pueblo me recordaba otros lugares, el océano adquiría un modo nuevo, borrando sus pequeñas rugosidades, y dando lugar a una onda suavizada, un mar glaseado, interpretado por un surfista observando atento desde la playa mientras espera su gran ola.

Es en esos momentos cuando el mar de Loncura parecía mágico. La luz rebotando sobre la superficie líquida, el ritmo de la onda acompasada, la mirada aparentemente cegada, el silencio abierto y el lacerante frío desafiado, simplemente te entregaban el mejor día, ese instante perfecto, aquel que te recuerda la felicidad de estar vivo, sin más motivo aparente que ese rato iluminado, vivido ni más ni menos, del modo en que tu eligiste hacerlo.

La mirada,
impronta.
Transporte celeste
al puerto azul que recorren tus pasos.

viernes, marzo 16, 2007

Retornar


Alguna vez, en otra vida parece ahora, me levantaba a las seis de la mañana para ir a la pesca. Y salir a la pesca significaba muchas cosas, por ejemplo, volver a las 7 de la tarde aproximadamente, feliz y agotado, luego de pasar el día entero en un bote de madera de 9 metros de largo, impregnado de un olor y una humedad indescifrable, luego de vivir separado por una delgada tabla del vértigo del hondo abismo.

Entre los otros significados que implicaba navegar, por lejos el mejor era la sensación de abandono. Un sentir dentro de uno que señalaba que al dejar atrás el muelle simplemente la vida comenzaba a ser otra, una distinta a la que quedaba en la orilla, ya que se estaba al fin en la patria de los libres, el mar.

En la nostalgia, podría decir que era una especie de abrazo, el preludio de aquel grande e intenso con el que volverías a tu pareja una vez cumplido el ritual del retorno. Es que navegar era un paréntesis, como un capítulo de la vida separado por comas, o como el saborear un helado de chocolate escuchando algún tema añejo, quizás un poco de soul del reverendo Al Green, o en una de esas, algo de Coldplay. Es que ahí, allá afuera, pues no se iba hacia adentro del mar, sino que hacia afuera de la isla, parecía que habitaba la libertad.

Y al ir tras ella quedaba claro que no se podía seguir el camino amarillo, sino una senda líquida, intensamente azul, y profundamente inestable. Recorrer esa ruta era abandonar toda seguridad, renegando del camino asfaltado para aceptar literalmente la incerteza intrínseca que yace en todo futuro.

Y aqui estoy hoy, tranquilo, contento, pero a la vez sintiendo como rebalsa de a poco el recuerdo, la memoria de un tiempo entre paréntesis, un lapso que ya no es más, y del cual sólo puedo disfrutar de mano con la memoria, agradecido de haber conocido la que en verdad deberia ser la patria, la dulce patria.

domingo, marzo 04, 2007

El eclipse

Foto: Ricardo Tavares

Hoy pasó una sombra sobre la luna llena.

Como un angel negro cruzando el umbral del cielo para envolver con su capa el firmamento. Como un pestañeo, la interrupción de la noche plena de luna, un lapso oscureciendo aceras para ser holladas a cada paso insensible.

Lo que queda es lo que se fue, es el recuerdo, la memoria de ese instante anterior. Ese momento en que la existencia parecía delineada a toda hora por una guía trascendiendo el día a día.

Permanece también la espera, la esperanza de que esa mala ocurrencia cósmica no será para siempre, el confiar que el eterno retorno iluminará una vez más los pasos con pálido reflejo.

La actitud también queda en nosotros, esa llena de lucha, de fe, porfiada contra los fríos hechos, improbable, ilusa, por lo mismo la mejor actitud, aquella que nos susurra que sí es posible, que todo sigue, y que nada en verdad ha terminado, pues un eclipse puede llevarse una tajada momentánea, pero no puede doblegar para siempre la luz que emana de la luna llena.