Entrar a Loncura es como entrar a México, o como se supone debe ser llegar a Tijuana, lugar donde nunca he estado, pero que asocio indefectiblemente a la palabra límite. Es que la luz, sin filtro alguno, cae perpendicular sobre la tierra, la que ante la mirada luce decolorada bajo esa lluvía que vela todo sin mojar, negando refugio alguno para el color o la sombra.
Un camino de tierra flanqueado por pinos, la llegada, algunos sitios baldíos, ropa tendida al sol, uno que otro perro de pelaje aglomerado o raza indefinible, y algunas casas pequeñas, de un piso, de colores claros, celestes o verde agua, intentando dar vida a un pueblo en silencio, orlado por cardenales mustios, visitado por gaviotas, por nosotros, y por esa nube de gotas que dejan las olas flotando en el aire tras el continuo vaivén que las lleva y las trae por siempre. La plaza, pequeña, en una siesta permanente, la playa, de arena fina, arrasada por el viento que se desliza por la bahía secando la boca, cegando el mirar.
En la orilla, los botes varados, la caleta, y una interminable playa formada por innumerables ondas de arena delineadas por un semicírculo de sombra.
Y el mar, eterno, permanente.
En ocasiones, entre las rocas del centro de la playa, ese conjunto que le da el nombre al lugar en una lengua viva semiolvidada, el mar se colaba intentando salir del lugar al cual fue asignado, se resistía a estar ahí, abofeteando el designio, advirtiendo que no estaba realmente condenado a permanecer en ese sitio.
En otras en cambio, cuando el pueblo me recordaba otros lugares, el océano adquiría un modo nuevo, borrando sus pequeñas rugosidades, y dando lugar a una onda suavizada, un mar glaseado, interpretado por un surfista observando atento desde la playa mientras espera su gran ola.
Es en esos momentos cuando el mar de Loncura parecía mágico. La luz rebotando sobre la superficie líquida, el ritmo de la onda acompasada, la mirada aparentemente cegada, el silencio abierto y el lacerante frío desafiado, simplemente te entregaban el mejor día, ese instante perfecto, aquel que te recuerda la felicidad de estar vivo, sin más motivo aparente que ese rato iluminado, vivido ni más ni menos, del modo en que tu eligiste hacerlo.
La mirada,
impronta.
Transporte celeste
al puerto azul que recorren tus pasos.
impronta.
Transporte celeste
al puerto azul que recorren tus pasos.