jueves, enero 25, 2007

McNaught

Foto: Luisa Ferreira

Fue a esa hora en que la tarde empieza a cambiar de nombre, el aire estaba tibio, el rato estaba solo, así es que decidí salír a buscar el cometa McNaught. Es que siempre quise ver uno, desde el fiasco del parafernálico Halley hace mucho tiempo atrás, pasando por varios otros que nunca pude ver.

Y me fui caminando, tranquilo, sintiendo el pasar de la ciudad mientras las luces comenzaban a encenderse, y el pulso de la noche llegaba lento, sin pausa alguna. Mientras caminaba noté que a esa hora es más dificil ver claramente, en una de esas mis ojos ya no son lo que solían ser para mis olvidados lentes, o porque las pupilas están a medio camino, entre dilatarse o quedarse indiferentes, en un simple rapto de indecisión.

El punto es que entre el contraste de la luz eléctrica que nacía y las sombras que llegaban, comenzó a aparecer gente. Personas felices, bicicletas, un niño lisiado que reía mientras su silla era empujada por su hermano, una que otra pareja, así todo se sucedió hasta llegar a la orilla del mar para encontrar iluminación mirando al cielo. Atento, mirando hacia el SW, como una pelicula de Subiela, por más que miré, no vi, quizás estaba escondido entre la noche, agazapado en las sombras, cegado por la luces, no sé, pero no estaba, y si estaba, no logré encontrarlo.

Sabía que estaba ahí, pero las sombras o el exceso de luz ciegan y lo ocultan a la mirada. Es que quizás un cometa, ese cuerpo celeste que puede ser visto de miles de modos distintos, lágrima, volantín, un ángel o como una piedra sucia de hielo y carbono que al sublimarse genera una estela de gases, es de esos hitos extraordinarios que a ratos no son tan extraordinarios, pues pueden aparecer de repente, siendo objetivos, no tan a lo lejos, abriéndose paso entre la oscuridad para contemplarlos y disfrutarlos por un tiempo escurridizo.

Es que ahí, mirando al cielo, simplemente dejé pasar el hecho que a veces la luz está cerca, aquí en la tierra, en lo simple de la vida, en cosas que pueden ser tan triviales como un poco de cariño, comer un helado descalzo en la arena, una gota de felicidad, o en la nariz fría de tu pareja mientras la besas una tarde de otoño.

Quizás lo realmente sorprendente de un cometa está en la belleza que pinta con fugacidad en la inmensidad del cielo oscuro, en la sorpresa que desde la nada pueda aparecer algo así de un día para otro. Tal vez, simplemente en la transgesión con la llega para decirte que si se puede, que de las sombras viene la luz, tal como la felicidad de quienes aparecieron de la nada para acompañarme, sin saberlo, viendo el cometa que no estaba en el cielo, sino en la tierra.

sábado, enero 13, 2007

El rincón

Foto: Nelson Daires

El rincón yace en una esquina, en un ángulo perdido de nuestras vidas, ocupando un espacio olvidado, o que queremos olvidar. El rincón es un sitio, un lugar que acumula infinidad de detalles, recuerdos, hechos del pasado, trizaduras, alegrías, todo aquello que pudo y no quiso, o no pudo ser.

El rincón es marginal, pues no ocupa el eje central de nuestra existencia. Sólo está ahí, en ese lugar generalmente privado, pocas veces compartido, siendo un sumidero incompleto, pues queramos o no su presencia es permanente.

Es que en verdad no puede ser olvidado, ese ejercicio es inútil. Puedes intentarlo, ignorarlo por mucho tiempo incluso, pero de algún modo u otro aflora para ser iluminado por la luz de los hechos. Para que no te arrastre hay que aprender a convivir con él, a manejarlo, para asumirlo como parte de la cotidianeidad, sin intentar ignorarlo o arrancar. Correr no sirve, es mejor entrar en él, escoba en mano, y proceder a limpiarlo, ordenarlo, por incómodo que eso sea.

Es que en el ejercicio de la confrontación con lo que el rincón acumula te vas templando, impidiendo así que te avasalle. Es como si sólo en la pelea, en la exposición a su presencia, lograras crecer, aprender a recobrarte a fuerza de exponerte en un ejercicio a veces doloroso. En verdad es como si sólo confrontando crudamente la historia completa, la nuestra, la que vivimos o nos tocó vivir, llegásemos a ser capaces de recobrarnos para relanzarnos nuevamente al mañana, y de paso, ser un poco más libres.

jueves, enero 04, 2007

Siempre

Foto: Ana Pinto

Ayer hubo luna llena.

Se veía amarillenta, no con ese blanco puro, casto y frío de película gringa. Simplemente brillaba sobre el mar a eso de las 22:30, mientras su luz se disipaba a saltos improbables sobre el mar.

Parecía ajena a todo.

Aún con toda calidez de verano, su sola presencia era el contraste perfecto, una mirada estática sobre el ritmo que imponemos al día a día, a ese pasar incesante, donde a ratos todo parece frágil, a los momentos, relaciones, comportamientos, todo ese transcurrir que no deja nunca de suceder una y otra vez. La luna ayer simplemente era un recuerdo, un llamado de atención al hecho de que, a pesar de los fríos hechos, incluso a pesar de nosotros mismos, en verdad sí hay ciertas cosas que son o pueden llegar a ser para siempre.