viernes, agosto 21, 2009

Andes

Foto: Tito Andronico

Quizás te parezca vedada a ratos siquiera la posibilidad de pisar esa ciudad nueva, rodeada de luces imposibles, colándose por lo que solían ser los resquicios donde antiguos desertores vagaban a más no poder. Es que la vieja ciudad, aquella descascarada y perdida entre el semiconstruir y el derrumbe total, prevalece entumeciéndote los huesos de viento, trayéndote el hambre de los perros desvalidos y las cicatrices de sal sobre el gris insensible de sus muelles vacíos.

Una vez me encontré con la mujer más bella que habia visto, caminaba por una de esas antiguas calles, su presencia parecia un extravío, más propia de esas mañanas de invierno, aquellas que despiertan tras una lluvia, las que llevan en si un cierto eco, uno tan sutil como puede ser el quiebre en una hierba, un reflejo efímero en el Pacífico, un amor pasajero, o la lejana y espiritual persistencia de la cordillera nevada. Esa presencia invocaba la levedad, transportando la inminencia-rasguño en la monotonia- del irrumpir entre el eterno retorno de la cadena de sucesos monocordes con que construimos la otra ciudad.

Pero aunque aún es invierno, las lluvias han quedado atrás, y ya no tendremos el despertar de las mañanas que las despiden. Seguiremos acá entonces, con el sentimiento de tener vedado el paso a la ciudad nueva, condenados a contemplar la montaña prometida, desde el borde del valle, al filo del abismo sin remedio y en el exilio de las promesas, intuyendo que el amor es el espejo deshecho donde duerme el sueño de todos los sueños.

Súbitamente, cuando ya lejos estemos de todo lo añorado, a nuestras espaldas se abrirá nuevamente el mar y los astros acecharán desde su borde, contemplando el arrastre de la tierra hasta el centro del mundo; será el momento en que sabremos que guardamos aún, con toda porfía, la imagen prometida de la ciudad nueva, y que más temprano que tarde volveremos a perdernos en la idea conjugada de su impronta en la montaña eterna.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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