Foto: Tito Andronico
Quizás te parezca vedada a ratos siquiera la posibilidad de pisar esa ciudad nueva, rodeada de luces imposibles, colándose por lo que solían ser los resquicios donde antiguos desertores vagaban a más no poder. Es que la vieja ciudad, aquella descascarada y perdida entre el semiconstruir y el derrumbe total, prevalece entumeciéndote los huesos de viento, trayéndote el hambre de los perros desvalidos y las cicatrices de sal sobre el gris insensible de sus muelles vacíos.
Pero aunque aún es invierno, las lluvias han quedado atrás, y ya no tendremos el despertar de las mañanas que las despiden. Seguiremos acá entonces, con el sentimiento de tener vedado el paso a la ciudad nueva, condenados a contemplar la montaña prometida, desde el borde del valle, al filo del abismo sin remedio y en el exilio de las promesas, intuyendo que el amor es el espejo deshecho donde duerme el sueño de todos los sueños.
Súbitamente, cuando ya lejos estemos de todo lo añorado, a nuestras espaldas se abrirá nuevamente el mar y los astros acecharán desde su borde, contemplando el arrastre de la tierra hasta el centro del mundo; será el momento en que sabremos que guardamos aún, con toda porfía, la imagen prometida de la ciudad nueva, y que más temprano que tarde volveremos a perdernos en la idea conjugada de su impronta en la montaña eterna.
1 comentario:
Me gusta.
Publicar un comentario