Ese día se levantó hartada de incertezas. Se acercó a la ventana y miró hacia el cerro divisando paisajes, sombras y soles imaginarios. Y cuando su ojo exploró la oquedad que dibuja el horizonte, no pudo dejar de recordar imaginarios afectos junto relaciones y voces imaginarias.
Entonces, sintiéndose hartada de esa carencia de realidad con que había pegoteado sus días desde hace tanto tiempo, empuñó sus manos apretando las uñas contra sus palmas y lanzó un alarido desgarrado. El alarido bajó desmoronándose hecho alud, atravesó paisajes y cenizas de bosques quemados, deshojó claveles, removió sombras tendidas y pinos hachados. Se contorneó siguiendo cordilleras, para rozar el margen de las olas y virar brusco para dispararse al cielo, abriéndose y multiplicándose henchido de lluvias, ávido de nubes y del susurrar del viento entre las plumas de las gaviotas. Enarbolado cual pabellón, se desmembró una y otra vez en su frenesí infinito para doblarse contra sí mismo y volver a crecer omnipresente entre serranías y pueblos marchitos.
Cuando creyó que sus párpados estaban pegados y que nunca más podría abrir sus manos, sintió de pronto sus greñas sobre la frente, sus pies descalzos contra la cerámica, y entonces, simplemente descansó. Y el alarido se desprendió para siempre de su boca, cortándose el hilo que lo encumbraba para apagarse irrevocable.
Entonces, volvió a abrir los ojos y se dió cuenta que había vaciado la angustia que se anidaba en su pecho.
Entonces, su dolor dejó de ser real y empezó, al fin, a ser imaginario.
Y en las noches de luna imaginaria
sueña con la mujer imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor
ese mismo placer imaginario
y vuelve a palpitar
el corazón del hombre imaginario.
(N. Parra)