jueves, diciembre 27, 2007

Rimbaud

Foto: Francisco Máximo

A esa hora la brisa fresca parece más delgada, en nada parecida a ese aire de oficina tibio y viciado, el mismo que pareces cortar mientras te deslizas rumbo a una nueva reunión para discutir otra vez lo que has discutido tantas veces antes.

Esa hora de ranas está apenas rayada por el alba que emerge tras los cerros al oriente, la misma que entrega tonalidades a las quebradas llenas de helechos, chontas y plantas sin nombre, aquella que aclara el verde oscuro que corona los cipreses en el camino de tierra que lleva a la playa de piedras y grava.

Hay silencio en ese aire frío, y la casa rosada con ventanas de madera con una higuera en su patio parece dormir.

Sólo los viejos caminan a esa hora, van rodeados de perros, en silencio, descendiendo desde los cerros, observando el culebreo de las olas contra el horizonte. Ellos cargan cabos, boyas, comida preparada por sus mujeres, y la oculta ansiedad de dejar la tierra para abrazar la libertad del mar. Los viejos van callados, alguno con un cigarro encendido entre los dedos, arrastran el sueño incompleto mientras caminan a esa hora cuando el aire es delgado, frío, y cantan las ranas junto a los esteros.

Y justo a esa hora en que entras al mar, éste te trae la paz de no esperar nada, pues ya sólo basta abrir el surco entre las olas. Entonces sólo lees el eterno y ebrio movimiento del océano que impregna la madera de ciprés arañando la quilla, palpas la madera húmeda sin pulir de las recalas, y afrontas paso a paso el camino que nunca existió, buscando la ruta que nunca se ha perdido. A esa hora de brisa fría, cuando el rayo verde que anuncia al sol huye de la pupila que lo busca, a esa hora, en ese lugar, sientes que no todo se va, que el duelo no es eterno, pues simplemente, todo, todo va hacia el mar.

A l'aurore, armés d'une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes
Y a la aurora, armados de un ardiente paciencia, conquistaremos las espléndidas ciudades.
Rimbaud.

miércoles, diciembre 12, 2007

Verde

La muralla amarilla, imperfecta, luce horadada por la interrupción que le regala una ventana. En ella, en su fondo enmarcado por cuatro aristas, chapotean las distintas versiones con que puede componerse el verde, confabuladas para interrumpir su superficie fría, como al paso un tropiezo.

Y es esa ventana la que simplemente saca, transportando, siempre a una realidad que no es la dibujada por el aquí, el ahora o la monotonía, a una impregnada de olor a brizna cortada, del aroma que exuda la tierra, con el telón que regala la atmósfera saturada de la luz luego de rebotar en las olas con insistencia.

Borrar dicha muralla, traspasarla, derrumbando el muro que constriñe de amarillo aquel paisaje en verde, sería disolverme en tu boca mientras musitas mi nombre, dar sentido a las palabras, ahora simple aire exhalado e inhalado en un juego sin cesar. Y en la arena este verano, cargando calor en cada grano para disiparlo entre los dedos, con la finitud de una huella borrada por la espumosa resaca penetrando la orilla, alguna jornada tal vez adquiera sentido, para así volver, y caminar tranquilo sobre algún monte, sembrado de simple y todo, todo verde.

Verde que te quiero verde.
Verde viento verde rama.