Foto: Francisco Máximo Ya son más de las once, de lo contrario, no habría marea baja, el mar no estaría con esa tranquilidad adivinable en la oscuridad, y el suave crepitar de su caída sobre las piedras no sería la impronta que rubrica el día que se fué. Hay luna llena, y el mar se retiró descubriendo piedras acunadas y negras, rugosas como lijas.
La luz blanca, cruda, se escurre bajo cada árbol y cada hierba. Delinea la tierra, envuelve el agua de celofán, deambulando, penando como el más falso o el más cierto de los recuerdos.
Cantan los grillos y sopla la ventisca subiendo desde las olas. El calor sofoca.
Tembló fuerte hoy, derruyendo certezas, como siempre, desde siempre.
Y ahora la noche es un augurio escrito en el cielo sancionado por ladridos. La oscuridad, un parche negro clavado en la tierra. Es el calor y el viento que viene con él lo que inquieta, pues insinúan solapados que todo se sacudirá otra vez.
Te miro, y deslizo tus dedos entre los míos, adivino tu inquietud mientras el mar parece en espera bajo la luz de la luna. Y en silencio te digo que nada importa, que da igual si todo se arrasa o si el viento cálido cargue agobio.
Puede temblar nuevamente cuantas veces quiera.
Quizás se sacuda la tierra fuerte, y baje un alud arrasando, desrraizando esperanzas. Puede desperdigarse un torrente de piedras desde los cerros grises, amarillos y azules, o hacer que las olas se desparramen en la tierra.
Eso siempre lo supimos, por eso, da igual.
Tan sólo interesan el estar aquí, y nuestro intento permanente. El saber que cuando la tierra nos regale nuevamente un paréntesis de certeza momentánea, de algún modo u otro, caminaremos juntos, y volveremos a intentarlo nuevamente.